Orientaciones de género y
neurosis.
1ª Parte: Introducción: género y neurosis,
Cuando nos adentramos en el escurridizo mundo del
género nos encontramos con auténticos laberintos y misterios cuya resolución
involucran aspectos que consideramos comúnmente casi impensables.
Para comenzar empecemos a aclarar unos términos que
puedan afinar la comprensión.
Con la palabra sexo
nos referimos a la condición orgánica que distingue al macho de la hembra tanto
en los humanos, animales y vegetales. Estamos en el ámbito orgánico y
biológico. Hablamos de un conjunto de órganos cuya función establece su
distinción biológica. No tiene en cuenta si esta condición es inmadura o
madura. Sólo alude a la presencia de esas condiciones orgánicas que distinguen.
Luego este término se extiende y aplica a la utilización de estos sistemas
funcionales entre individuos.
Con la palabra genital
nos referimos concretamente al órgano que sirve para la generación y,
especificando, al pene en el hombre y la vagina en la mujer. Aquí implica la
función operativa de poder generar descendencia. Por ello se denomina genital a la etapa que abarca desde el
momento en que se entra en la madurez con
las condiciones suficientes en diversos ámbitos para dar inicio a la
reproducción y el tiempo en que se mantiene a lo largo de la vida. Genitalidad es la cualidad madurativa
hormonal, emocional y afectiva que surge en las personas a partir de
aproximadamente los 5 años con la vigencia de la etapa edípica y su resolución.
Alcanza un umbral potente con la pubertad y
la adolescencia.
Con la palabra género
nos referimos a la cualidad o atributo de las personas que adscribimos a categorías de identidad sexual; en nuestra
cultura occidental generalmente polarizada en masculino-femenino; pero también
se refiere a las categorías minoritarías de homosexuales y transexuales.
Con este
intento de precisar los términos ya nos podemos adentrar en el laberíntico
mundo de lo implicado con el género.
Así como genital y sexo se refieren a órganos
biológicos y sus funciones en todo el conjunto de seres que utilizan estos
órganos para asegurar su descendencia, con el término género nos referimos sólo
al ser humano como un modo de manifestar su “ser persona”, Es por ello algo
mental, social, cultural y, en consecuencia, político. ¡Casi nada!
Cuando sabemos de alguien gestante próxima a nosotros,
lo primero que habitualmente deseamos saber es si se trata de un niño o de una
niña. La respuesta a este interrogante, con la tecnología actual, es fácil de
dar. Las analíticas de líquido amniótico lo determinan exactamente, y también
del modo más común, mediante la observación de ecografías del propio feto.
Entonces a este ser en gestación ya se le inscribe en una categoría que
clasificamos como niño o niña con todo lo que ello comporta. Si los resultados
no se ajustan a este binomio niño-niña, nos encontramos con una dificultad de
tipo médico, cromosómico o genético.
Cuando a un feto se le responde como niño o niña, en
ese momento, de algún modo específico, se le humaniza y ello tiene
repercusiones afectivas, culturales y sociales en el ámbito de la familia y los
allegados. Si no se puede definir ni como niño o niña, parece que estamos ante
algo que choca con lo humano, algo que se sale de la normalización considerada
humana. ¡No está bien!
Así vemos que aún dentro del universo uterino, ya
aparece el género estableciendo su forma de manifestar lo humano. Antes de que
esta criatura humana pueda manifestar su vida autónoma como organismo viable
extrauterino, ya se le ha asignado a la categoría de género. El género ya está
ahí. Incluso antes del alumbramiento en la actualidad; y no digamos cuando la
tecnología biogenética puede realizar organismos de un sexo u otro a la carta.
Antiguamente la adscripción a género se realizaba en el instante del
alumbramiento. Actualmente, en las culturas “adelantadas” es algo previo al
alumbramiento, a menos que se decida no querer saberlo hasta el punto del
nacimiento.
Sin embargo se considera que la adscripción a un
género es algo que se va madurando poco a poco a medida que ese pequeño ser
adquiere capacidades madurativas.
Por ello, siguiendo a J. Butler se puede decir con
plena seguridad que el género está incluido en el sexo desde el preciso
comienzo. En el momento en que se reconoce el sexo queda adscrito a un género.
Pero cuidado, esta adscripción a género sólo se da en relación a la dialéctica masculino-femenina.
Lo demás, a priori, queda descartado.
Cuando procedemos a cumplir con lo dicho, rara vez nos
paramos a considerar la trascendencia que tal fenómeno implica. Nos resulta
algo tierno, afectivo, entrañable el acoger como niño o niña a esa personita
que acaba de cumplir la gestación, o que ya está presente en nuestro mundo
físico.
En ningún
momento consideramos que esta adscripción masculina y femenina tiene una
trayectoria histórica de quizás 6000 años o incluso más desde el surgimiento
del patriarcado y su implicación en las civilizaciones y culturas a partir, por
lo que se sabe actualmente, de la
Sumeria y Acadia en Mesopotamia antigua.
En ningún momento se considera estos miles de años de
organización patriarcal y su plasmación en religiones y políticas. En la
historia reciente y en las precedentes nunca se nos enseña las condiciones de
convivencia en cuestión de géneros, salvo en datos anecdóticos; pero sí consta
que las condiciones de “ser mujer” no fueron nada fáciles. Es más, en muchas
ocasiones, se aproximaban a una situación comparable a la esclavitud, aunque
fueran hijas de ciudadanos libres. No hablemos ya de las mujeres nacidas
esclavas.
Sólo acercándonos a la modernidad y actualidad nos
hacemos conscientes de la lucha por los derechos civiles y de género,
abanderado por las sufragistas y después las feministas.
Por ello, a no ser por el activismo de estas guerreras
mujeres feministas, no seríamos conscientes hoy por hoy de la influencia de una
violencia invisibilizada y consolidada a través de innumerables siglos de
dominación patriarcal en diversas formas religiosas y políticas y aún vigente en la actualidad.
El sexo de una persona está invariablemente influido;
ha sido modelado mediante la violencia a lo largo de la historia. Comúnmente no
caemos en ello, ni lo consideramos, incluso pensamos que hay igualdad, en
teoría. El caso es que aunque no se manifieste sistemáticamente la experiencia
de violencia, sí hay un continuo malestar más o menos violento según las
circunstancias en el que ser un hombre o mujer aporta unas ventajas a uno y
desventajas a la otra; y que en muchas parejas y familias se da una lucha de
poder con dramáticas consecuencias; y no hablemos de violencia psíquica o física
de tipo machista; ésta es sólo una manifestación más intensa y violenta de
aquella a la que me refiero.
Cuando consideramos el sexo creemos que nos referimos
a una percepción o a la representación imaginativa de algo físico o de su
imagen; pero en esa percepción hay implícita un contenido mítico muy complejo.
Hay toda una construcción imaginaria que valora, juzga e interpreta eso que
aparece como rasgos físicos, aparentemente neutrales, pero con una importancia
dada por el sistema social. Lo que ocurre con los atributos primarios y
secundarios sexuales no ocurre con otros atributos físicos como son las orejas,
la nariz o los dedos. Ellos sí,
realmente, pueden ser neutros; pero el pene, vagina o pechos no lo son. Y las
relaciones que se establecen en base a ello no es ni mucho menos neutro.
Releyendo lo dicho hasta ahora nos damos cuenta que
estamos utilizando un discurso cultural que se centra en una dicotomía
heterosexual y que aparece como común, normal y por ello como normativa u
obligatoria. Nos parece natural que el sexo se someta a estas características
(hombre-mujer) y que esto sea algo tan integrado en nuestro cuerpo y
consciencia que excluya otras posibilidades. Parece haber una obligación,
firmemente interiorizada, de considerar la relación hombre-mujer como lo
natural y se convierte en el signo de afirmación de nuestra identidad.
Recordemos que en nuestro carnet de identidad figura representada con una letra
“M o F” nuestra adscripción sexo-género, inmediatamente después del nombre y
antes de la nacionalidad. Este detalle formal es, sin duda, significativo.
Estamos definidos y clasificados, fichados podríamos decir, como pertenecientes
a una de dos categorías oficiales de sexo-género: Masculino y/o Femenino. Esto
es lo normativo, lo oficial, lo que dicta el poder y por ello nos sometemos o
acatamos la regla impuesta.
Quizá cueste ver hacia dónde dirigimos nuestros pasos,
pero ahora lo iremos viendo. Todo esto no es sólo una sucesión de obviedades y
ocurrencias especulativas.
Cada ser humano es particular, personal, único; con
una sensibilidad, con unos talentos, con unos rasgos irrepetibles que
configuran la personalidad. La integración consciente de esta personalidad da
lugar a la identidad de uno mismo: “Yo soy”. No hay dos seres humanos iguales
aún pudiendo ser genéticamente uní cigotos, lo que sería lo más próximo a
clones. Aún así las personalidades son distintas dando lugar a una identidad
diferente. Quedando claro esto vemos
que, en ámbito del sexo y el género, esto no se considera del mismo modo. Lo
particular, la propia vivencia de la sexualidad, los propios deseos y afectos
quedan supeditados a lo general y esa particularidad o singularidad se somete a
lo normativo de cómo se es hombre-masculino y cómo se es mujer-femenina; o
niño-niña. No es indistinto ser masculino o femenino; no hay una unidad previa
o primaria. Nunca ha sido ni es lo mismo el trato desde el nacimiento en un
niño o una niña, por mucho de que se trate de asegurar, de que no se hacen
distinciones de valor entre ellos. La familia con todos sus integrantes
proceden de la cultura establecida y esta es la consolidación y tiende a la
perpetuación de la tradición que usualmente se resiste al cambio evolutivo
(recordemos el escrito anterior de “distorsiones del self” al tratar el tema de
la cultura). Y muchas veces trata de evolucionar cosméticamente conservando
valores ya inapropiados.
El medio de difusión y de compartir la cultura es el
lenguaje, por ello es el medio de difusión y creación de la “imagen del mundo
real”. Todo individuo en un estado pre-lingüístico se siente en un modo de
igualdad indiferenciada en cuanto al sexo, pero
en cuanto los engramas y algoritmos nerviosos, creados en la interacción
sensorial-nerviosa, y el lenguaje se da, se produce una acomodación y
adaptación a una espacie de identidad (un considerarse “ser”), es decir a una
modalidad de ontología artificial. Y con ello se crea una ilusión de
diferencia, disparidad, de ruptura de ese estado de igualdad en cuanto a sexo.
Aparece una oposición, que no es alterna, o aleatoria, sino de tipo jerárquico
y se convierte en la realidad social. Ejemplos en el lenguaje común de esto lo
vemos en ciertas expresiones sexistas como “Todo lo bueno y favorable es
‘cojonudo’. Aquello que resulta tedioso, desagradable o que se soporta es “un
coñazo”. Pueden considerarse estas expresiones como anecdóticas y no
representativas, pero son una muestra que ejemplifica la organización jerárquica
en cuestión de sexo-género.
Lo que verbalizamos, lo que decimos y cómo lo decimos
surge de lo que hemos introyectado con nuestra socialización con toda su parte
de normas y valores; supone la interpretación del mundo personal y exterior y
se manifiesta como la expresión de “nuestra realidad” a los otros. Aunque hay
unos contenidos personales, en su conjunto, conforma la configuración común
colectiva de la realidad. Esta configuración compartida colectivamente nos
viene impuesta, es exterior a nosotros, nos hemos sometido a ella y la hemos
internalizado; no la cuestionamos
apareciendo en la mayor parte de las veces como automatismos. Ello no
muestra una evidente violencia; pero sí se da de un modo sutil; y aunque la
violencia sea sutil, sigue siendo violencia; es decir una obligación de asumir
una pseudo realidad y convertirla en nuestra realidad. Así se generan y perduran ficciones sociales
en nombre de lo real. Estos constructos sólo devienen en reales en tanto que,
siendo fenómenos ficticios, adquieren sustancia y realidad en la medida que
adquieren presencia y poder dentro del discurso.
Aunque parezca contradictorio consideramos que
sexo-género existe antes que el sexo. Así es como lo vemos manifestarse social
y culturalmente oponiéndose “al cuerpo” con todas sus potencialidades que,
evidentemente, es necesariamente anterior al sexo-género. Con esta evidente
contradicción estamos ante un claro exponente del dualismo cartesiano que nos
obliga a interpretar el mundo como un sistema binario (mente/cuerpo; cultura/naturaleza,
etc.), en lo que se manifiesta una jerarquía implícita. Es un marco conceptual
que impregna nuestros discursos y los hace problemáticos en cuanto reproducen
los discursos de poder construidos bajo la lógica de la dominación. La mente es
a la cultura, lo que el cuerpo es a la naturaleza y la finalidad de la
mente-cultura es librarse de las fieras condiciones de los instintos y la
naturaleza siempre salvaje y hostil.
Por otro lado en
el cuerpo (desde la óptica de la bionergénica y ontoenergética) se va adecuando
como recurso defensivo caracterial ante los ataques y opresiones del entorno
familiar y social; escribe en sí las consecuencias de sus batallas, sus
heridas, derrotas y rendiciones, puesto que acontecen principalmente en edades
tiernas en las que apenas se dispone de recursos defensivos. Esas heridas, esos
naufragios, esas derrotas y esas rendiciones generan la coraza caracterial
constituyendo un blindaje ante la vida para protegerse de sus embates
manifestados, tanto desde el mundo interior (impulsos reactivos) como
exteriores (la presión del mundo social envolvente generador de frecuentes
agresiones y frustraciones).
“El cuerpo es la superficie grabada de los acontecimientos” |
También estoy de acuerdo con Judith Butler y M. Foucault de que el cuerpo se configura como una
superficie y el escenario de una inscripción cultural: “El cuerpo es la
superficie grabada de los acontecimientos”, y “la función de la genealogía
(palabra creada por Butler para el estudio de lo concerniente al género) es
mostrar un cuerpo completamente grabado por la historia”. Una interpretación en
la que “el cuerpo siempre está en un estado de sitio, soportando el deterioro
de los términos mismos de la historia” acosado “mediante una práctica
significante que exige someter al cuerpo”. El cuerpo, como dice Foucault,
deviene “una página en blanco” donde se inscriben unos valores históricos y
culturales de significación que exigen su destrucción: un cuerpo que debe ser
destruido y transfigurado para que emerja la cultura. Un escenario en el que
las marcas del cuerpo le son impuestas por un régimen de poder que determina
las marcas que estructuran el campo de lo social. Estos dos autores descubren
lo latente en la cultura imperante, esa cultura que considero antinatural plena
de distorsiones como dije en el anterior artículo.
Michel Foucault |
J. Butler dice que los límites corporales se
transforman en los limites de lo social per se: “los límites del cuerpo sirven
para instituir y naturalizar algunos tabúes respecto a los límites, las
posturas y los modos de intercambio adecuados que definen lo que conforma los
cuerpos”. Un concepto como tabú (introyecto o creencia social o cultural)
establece límites para crear un sujeto diferenciado por medio de la exclusión.
Estas exposiciones de Foucault como de Butler apoyan
mi posicionamiento bioenergético y ontoenergético afinando su alcance y
repercusión en el ámbito histórico (la transmisión de las presiones
antinaturales de la tradición cultural autoritaria a través de generaciones
adecuándose a las nuevas circunstancias que el paso del tiempo y sucesión de
generaciones proponen). Es algo sistémico que se transmite de generación a
generación en la cultura dada que el factor autoritario y normativo siempre es
el mismo adecuándose camaleónicamente a las circunstancias nuevas emergentes. Las
creencias, los introyectos, se maquillan adecuándose a los nuevos retos
históricos, permaneciendo inalterados en lo profundo; introduciéndose en la
configuración de las personalidades de las generaciones sucesivas constituyendo
una imagen identitaria constituyente del Ego con su fuerza de compensar esa
carencia (imposición en contra de autenticidad) generando “importancia
personal” o “narcisismo”. Cuanto más herido y negado se siente el Yo, más se
hincha el Ego de necesidad de reconocimiento, de mostrar ser merecedor de
atención e importancia o, a través del victimismo, solicite compasión captando
el interés y experimentando otra modalidad de “importancia personal” aunque sea
negativa.
El esfuerzo de la persona para adecuarse a la presión
cultural, social, familiar, debe, necesariamente, negar y tratar de reprimir
aquello que la posiciona en resistencia, en pugna, en no querer ceder partes de
su integridad original y resignarse a su pérdida.
Lo auto reprimido, lo que se sacrifica a cambio de
aceptación y conformidad cultural, deja de ser humano transformándose en algo
denso y oscuro que alberga amargura, resentimiento, dolor y odio. Le
denominamos “sombra” y tratamos que permanezca confinada en el ámbito del
subconsciente, en una especie de trastero que tratamos de olvidar alejándolo de
la consciencia; pero siempre presente y presionando por emerger en múltiples
situaciones que aflojan el rígido control consciente e la vida cotidiana y que,
frecuentemente, irrumpen con diverso ímpetu en los contenidos oníricos.
Lo que es inaceptable para nuestra imagen del cuerpo
(la introyección normativa y cultural del mismo) se expulsa del cuerpo, como si
fuera un excremento, literalmente convertido en “Otro. Este “Otro” creado como
expulsado determina los límites del cuerpo desnaturalizado cultural y
socialmente que también son los primeros contornos del sujeto afectado. El
límite de tal cuerpo, así como la distinción entre lo interno y lo externo, se
produce por medio de la expulsión y la revaluación de algo que en un principio
era una parte de la identidad en una otredad deshonrosa. El sexismo, la
homofobia y el racismo; el rechazo de sus cuerpos por su sexo, sexualidad o el
color de la piel es una “expulsión” de la que se desprende una “repulsión” que
establece y refuerza identidades culturalmente hegemónicas, sobre ejes de
diferenciación de sexo, raza, sexualidad.
El proceso de socialización- educación se inicia tan
pronto como el bebé empieza a conocer el mundo en el que vive interactuando con
sus miembros; en un primer lugar en una situación de total dependencia y
vulnerabilidad, que después se va matizando al tiempo que ya va acumulando
concesiones y renuncias propias en favor de reconocimiento, aceptación, de ser
merecedor de amor aunque sea condicionado. La madre en primer lugar, la familia
siguiéndole y después apareciendo las instituciones públicas como escolaridad y
demás servicios que representan los portavoces, más o menos inconscientes, del
poder, del estado autoritario.
Se ha acuñado el término “Tecnologías de violencia de
género” a los medios por los cuales se produce y reproduce imágenes que
contribuyen a la creación y recreación de imaginarios sociales que influyen en
nuestra forma de ser, pensar, vivir y sentir en el mundo y, en concreto, a
hacerlo como “hombres” y “mujeres”. Muchas teorías psicológicas y psicoterapéuticas
caen en ello a pesar considerándose vanguardistas; el psicoanálisis clásico y
aún la bioenergética clásica caen en ello.
Estas tecnologías, aplicándose nos obligan a olvidar
que simplemente se trata de exhibir un “personaje” que “interpreta” un “guión”
preestablecido, escrito, dirigido y producido al servicio de una determinada
ideología y en el seno de una sociedad constituida bajo forma de dominación
masculina.
La actual manifestación de la dominación autoritaria
de origen patriarcal nos induce constantemente a transigir y adecuarse a sus
imperativos, apartándonos de nuestra autenticidad (el genuino contacto con
nuestro íntegro sentir corporal y existencial); acostumbrándonos a representar
roles de conveniencia y oportunidad cada vez más frecuentemente hasta el punto
de que llegamos a creer que esta representación o interpretación es nuestra
personalidad, nuestro yo; cuando, en realidad, estamos actuando y no siendo.
Ello implica la aplicación de una violencia, aunque sea simbólica, sutil y
subliminal, a la que sucumbimos cuando la repetición se hace hábito y esto en
automatismo.
La violencia simbólica se instituye a través de la
adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador cuando no
dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para
imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que
aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada
de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural. Los
esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y
apreciar a los dominadores son el producto de la asimilación de las
clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el
producto.
El poder institucionalizado en este momento es la
actualización del poder autoritario tradicional. Lo hemos heredado generación
tras generación ajustándose y adaptándose a los avances tecnológicos y sociales
de los que él mismo es parte causal. De tal modo llena todo nuestro existir que
podemos decir que lo respiramos, lo bebemos y comemos en todo momento, que
llena todos los aspectos de nuestra forma de vivir y es de tal modo continuo y
habitual que nuestra conducta y pensamiento no lo discrimina como algo ajeno o
externo a nuestro sentido del Yo. A menos que hagamos esfuerzos de apertura
consciente observándolo desde el posicionamiento de observador desapegado y
neutral.
Démonos cuenta de
los potentes medios de producción y reproducción de imágenes e imaginarios que
son: el mundo audiovisual, la publicidad, los géneros literarios y los medios
de comunicación.
Todo nuestro hacer, nuestro ocio, nuestro mundo motivacional, nuestro consumo, nuestro desear, nuestros retos sociales y culturales, nuestro saber, lo que se inscribe en creencias, opiniones, representaciones y juicios respecto a nuestro mundo envolvente e interactuante.
Se puede afirmar que vivimos sumergidos, nadando, respirando, bebiendo, caminando e interactuando en este conjunto de medios de producción y reproducción de imaginarios. Así es muy difícil poder imaginar otro imaginario alternativo. Este conjunto de imágenes producidas y reproducidas continuamente envolviéndonos en todos nuestros actos vitales contribuyen en nuestra forma de ser, pensar, vivir y sentir el mundo y en particular a hacerlo como “hombres” y “mujeres”.
Todo nuestro hacer, nuestro ocio, nuestro mundo motivacional, nuestro consumo, nuestro desear, nuestros retos sociales y culturales, nuestro saber, lo que se inscribe en creencias, opiniones, representaciones y juicios respecto a nuestro mundo envolvente e interactuante.
Se puede afirmar que vivimos sumergidos, nadando, respirando, bebiendo, caminando e interactuando en este conjunto de medios de producción y reproducción de imaginarios. Así es muy difícil poder imaginar otro imaginario alternativo. Este conjunto de imágenes producidas y reproducidas continuamente envolviéndonos en todos nuestros actos vitales contribuyen en nuestra forma de ser, pensar, vivir y sentir el mundo y en particular a hacerlo como “hombres” y “mujeres”.
Por mucho que, aparentemente parezcan cuestionarse,
como el énfasis en la paridad política, el derecho al trabajo igual de ambos
sexos, la conciliación familiar, etc., se trata de extender sutilmente la
feminización de ciertas conductas masculinas y de masculinizar las femeninas,
siendo más asertivas y valoradas las masculinizaciones que las feminizaciones;
pero aún así dentro de la situación binaria masculino/femenino en confrontación
continua.
Así tenemos que estas llamadas “tecnologías” contribuyen
a la aparente homogeneización de los géneros a través de estereotipos como
binomios enfrentados y definidos por oposición que nos conducen a crear la
ilusión de que son universales. Que estas tecnologías crean un imaginario
social sobre la naturaleza femenina y masculina como inmutable, fija, esencial,
olvidando la diversidad entre las propias mujeres (y los propios hombres), así
como la diversidad de experiencias que configuran a hombres y mujeres en
relación con los contextos históricos, políticos, culturales, religiosos y
personales que nos afectan e influyen en la construcción de nuestra
subjetividad al mostrarnos determinadas posibilidades de desarrollo de nuestras
capacidades, potenciar determinados valores y comportamientos e influir en nuestra
forma de interpretar el mundo.
El efecto general de estas tecnologías presentan las
actitudes sexistas como esencia, asentándolas como estructura; refuerza la
tradicional división sexual del trabajo, entendida como la naturalización de
esos espacios asociados a cada género, donde lo público, lo productivo, lo
visible y lo valorado sigue siendo el espacio importante reservado a los
hombres, mientras que lo privado, no productivo, invisible y no remunerado
(pues se hace por amor) sigue siendo el terreno prácticamente obligatorio de
las mujeres o de aquellos cuyos valores y actividades son análogos.
Por estas tecnologías se asigna a las diferencias
físicas genitales de hombres y mujeres atributos simbólicos desiguales que
conforman su identidad de modo que al hombre le corresponde actividad,
potencia, ímpetu, urgencia…, y a la mujer la pasividad, la sumisión o la
inactividad. Excepcionalmente en los estamentos más elitistas o privilegiados
estas diferencias genitales son suplantadas por identificaciones simbólicas en
las que predominan actitudes propias de categoría masculina tanto en hombres
como en mujeres cuando aspiran y pugnan por asumir y manifestar estamentos de
poder en la autoridad laboral (ejecutivos-as, políticos, cargos de autoridad,
empresarios y otros por el estilo). Esto no es más que otro aspecto de
perpetuación de esta oposición binaria en la que la identificación de valores
masculinos aporta triunfo, reconocimiento y poder.
Con ello se comprende que estas tecnologías no sólo
justifican, sino que además perpetúan la violencia de género pues exponen a las
mujeres a esa modalidad de impulso masculino de tipo esencial, y deja abonado
el terreno para el posible ejercicio de todo tipo de relaciones de abuso y
violencia contra las mujeres (domestica, laboral, social, …). También alimenta
la percepción de la violencia como forma válida o admisible para la resolución
de los conflictos (lo viril y violeto de hombres) y la anteponen a la forma
mediada de relaciones. También significa asumir como prueba de “hombría” las
prácticas y los estilos de vida asociados con la valentía.
Por otro lado, las tecnologías del género reproducen
los mitos y creencias sobre el amor (romántico y maternal) y la sexualidad,
construida socialmente al servicio de la ideología de dominación que sitúa a
las mujeres en el lugar de la dependencia, el vaciamiento, la subordinación o
la esclavitud. Y las deja expuestas a la “ética de los cuidados” mientras se
las obliga a seguir “entregándose” por amor.
La tecnología de género (publicidad, escritos,
discursos, literatura, cine, arte, etc.) contribuye a la construcción social del
género, a la socialización desde la desigualdad, como un potente instrumento al
servicio de una sociedad desequilibrada que se traduce en una política
absolutamente conservadora que quiere “gente en su sitio” y no deja ni un
espacio a la subversión.
Con todo esto se fundamenta un tipo de esencialismo
sexual, ese pensamiento único (hetero) que establece la relación obligatoria
entre un hombre y una mujer en el marco de una heterosexualidad obligatoria. Un
pensamiento que nos impide entender como “natural”, “correcto” o “sano”
cualquier cualquier otro tipo de sexualidad y de relación que no sea la
relación amorosa entre un hombre y una mujer, a poder ser dentro de la institución
matrimonial y dirigida a la reproducción.
Ya hemos visto antes que se imponen en nuestras vidas unas categorías discursivas incluso antes del
nacimiento. Lo hacemos de modo automático, siendo la interiorización de una
forma de interpretar la realidad en lo social, lo político y lo cultural. Como
no hay opción de cuestionar esta “mentalidad” arrastrada por una tradición
cultural rígidamente establecida desde nuestros ancestros a través de siglos,
se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que es una forma de aplicar una
ideología autoritaria de tipo patriarcal y, por ello, un modo de violencia que
por habitual y normal que pueda considerarse, no deja, por ello, de serlo. Ya
hemos visto que el marco de pensamiento heterosexual asociado al matrimonio y a
la procreación lo fundamenta y le confiere una cualidad esencial, cuando tan
sólo es una imposición ideológica.
Esta violencia
integrada en lo cultural, social y político determina una interpretación de
nuestros cuerpos como seres sexuados y nos programa aquello que se espera de
nosotros, determinando, en forma de creencia esencial, anticipadamente, lo que
es posible, realizable, admisible, correcto o real en nuestras vidas. Una
creencia o introyecto que actúa desde nuestra mente como violencia de género,
nos podemos dar cuenta de ello si estamos atentos.
Creencia violenta responsable de unos altos índices de
suicidios especialmente entre jóvenes que no pudiendo asumir su imperativo,
tratan de adoptar o construir su sexualidad en la zona marginal de lo posible,
realizable, admisible y correcto; y por ello, aunque sientan que forma parte de
su naturaleza, no se considera real y natural. Esos jóvenes que sienten que no
se adecúan al imperativo heterosexual con hegemonía masculina.
La creencia nos
dice que como cuerpos sexuados, la naturaleza nos determina, de un modo
esencial, cuál debe ser nuestra forma de sentir, vivir, pensar, actuar… en
relación a nuestro género normativo. Es un discurso interiorizado que restringe
“lo posible” a un sistema binario y asimétrico de género. Un género que se
presenta como un atributo fijo, coherente, que crea la ficción de identidades
opuestas, desiguales, pero idénticas a sí mismas en el interior de cada
una de sus categorías proyectando una
ficción uniformizadora que
invisibiliza los múltiples ejes de dominación que nos afectan como la clase, la
raza, la etnia, las orientaciones sexuales… donde la violencia se produce y
reproduce en relación con cada una de ellas.
El género es performativo y, por tanto, se construye
en un “llegar a ser” en el que estamos totalmente comprometidos. Cuanto más
libre esté de condiciones, inercia, introyecciones y rigideces; más consciencia
implica apelándose a la libertad individual. Lo que nos permite abrirnos a las
múltiples posibilidades del género. El género es identidad, relación y acción
pública, consecuentemente algo político (lo concerniente al bienestar común de
los ciudadanos); un acto que no sólo representamos, sino que sentimos
convencidamente cada unos de nosotros, y desde la libertad, de ningún modo, un
acto puede imponerse por encima del individuo. Aceptando nuestra naturaleza,
contactando con el Yo, cuestionando las inercias culturales con sus rigideces
de creencias aportadas por la tradición, confiando en nuestra consciencia,
tenemos no sólo la posibilidad sino la certeza de optar por una manifestación
libre y comprometida de género y, en tal sentido, subversiva y rupturista.
Cada individuo sexuado debe sentir emerger desde su
profundidad (Self y Yo) su propia presencia confiriendo identidad. Lejos de ser
algo caótico, el material emergente es creativo y emotivo; dándose libertad, no
sólo de exteriorizarse espontáneamente, sino de explorarlo y compartirlo
construyéndose con una sana personalidad. Veremos que en el “ser y manifestarse
como sexo masculino” hay una diversidad inmensa de sentir, vivirse, expresarse
y crecer; y todo ello libre de los condicionamientos de la visión de género
rígida y autoritaria que lo limita encadenándole a muy pocas posibilidades.
Vemos también que el “ser y manifestarse como sexo femenino” da lugar a una
riqueza de posibilidades ahora apenas imaginables. Lo importante ya no es
cumplir con el programa de género normativo impuesto y heredado por la
tradición patriarcal, sino que cada cual descubra cómo explorar su propio
potencial, auto-realizarse y compartirlo con los demás libremente. Las
relaciones entonces se sentirán de “ser humano” a “ser humano” y dependiendo
del sentir será con uno o con otro individuo. La imposición autoritaria
patriarcal binaria queda plenamente superada por la afectividad y el compromiso
personal y existencial de cada cual. En tal caso la heterosexualidad, la
homosexualidad, bisexualidad y el transexualismo dejan de tener importancia,
pues no se contempla como algo marginal, sino como una multiplicidad de
posibilidades de auto realización y relación. Del mismo modo que la monogamia,
poligamia, poliandria, promiscuidad y el poliamor pierden su poder como
categorías, dado que sólo se dan como oponiéndose a una uniformidad de género
normativa restrictiva.
Si hay libertad de ser cada cual de acuerdo a cómo
siente su naturaleza y personalidad, todas las diferencias apuntadas se
disuelven en un marco de posibilidades dentro de las cuales unas son más
probables que otras, pero todas, todas, posibles y aceptables.
Bibliografía:
Foucault, Michel (1980) Historia de la sexualidad. Siglo XXI, Madrid.
Butler, Judith (2001) El género en disputa. El
feminismo y la subversión de la identidad. Paidós, México.
Arisó, Olga y Mérida, Rafael (2010) Los
géneros de la violencia. Egales, Madrid.
Ernesto Cabeza Salamó Junio 2015-06-15