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miércoles, 24 de junio de 2015

Orientaciones de género y neurosis. Primera parte.


Orientaciones de género y neurosis.

1ª Parte: Introducción: género y neurosis,


Cuando nos adentramos en el escurridizo mundo del género nos encontramos con auténticos laberintos y misterios cuya resolución involucran aspectos que consideramos comúnmente casi impensables.

Para comenzar empecemos a aclarar unos términos que puedan afinar la comprensión.

Con la palabra sexo nos referimos a la condición orgánica que distingue al macho de la hembra tanto en los humanos, animales y vegetales. Estamos en el ámbito orgánico y biológico. Hablamos de un conjunto de órganos cuya función establece su distinción biológica. No tiene en cuenta si esta condición es inmadura o madura. Sólo alude a la presencia de esas condiciones orgánicas que distinguen. Luego este término se extiende y aplica a la utilización de estos sistemas funcionales entre individuos.


Con la palabra genital nos referimos concretamente al órgano que sirve para la generación y, especificando, al pene en el hombre y la vagina en la mujer. Aquí implica la función operativa de poder generar descendencia. Por ello se denomina genital a la etapa que abarca desde el momento en que se entra en la madurez con  las condiciones suficientes en diversos ámbitos para dar inicio a la reproducción y el tiempo en que se mantiene a lo largo de la vida. Genitalidad es la cualidad madurativa hormonal, emocional y afectiva que surge en las personas a partir de aproximadamente los 5 años con la vigencia de la etapa edípica y su resolución. Alcanza un umbral potente con la pubertad y  la adolescencia.


Con la palabra género nos referimos a la cualidad o atributo de las personas que adscribimos  a categorías de identidad sexual; en nuestra cultura occidental generalmente polarizada en masculino-femenino; pero también se refiere a las categorías minoritarías de homosexuales y transexuales.

 Con este intento de precisar los términos ya nos podemos adentrar en el laberíntico mundo de lo implicado con el género.

Así como genital y sexo se refieren a órganos biológicos y sus funciones en todo el conjunto de seres que utilizan estos órganos para asegurar su descendencia, con el término género nos referimos sólo al ser humano como un modo de manifestar su “ser persona”, Es por ello algo mental, social, cultural y, en consecuencia, político. ¡Casi nada! 


Cuando sabemos de alguien gestante próxima a nosotros, lo primero que habitualmente deseamos saber es si se trata de un niño o de una niña. La respuesta a este interrogante, con la tecnología actual, es fácil de dar. Las analíticas de líquido amniótico lo determinan exactamente, y también del modo más común, mediante la observación de ecografías del propio feto. Entonces a este ser en gestación ya se le inscribe en una categoría que clasificamos como niño o niña con todo lo que ello comporta. Si los resultados no se ajustan a este binomio niño-niña, nos encontramos con una dificultad de tipo médico, cromosómico o genético.

Cuando a un feto se le responde como niño o niña, en ese momento, de algún modo específico, se le humaniza y ello tiene repercusiones afectivas, culturales y sociales en el ámbito de la familia y los allegados. Si no se puede definir ni como niño o niña, parece que estamos ante algo que choca con lo humano, algo que se sale de la normalización considerada humana. ¡No está bien!
Así vemos que aún dentro del universo uterino, ya aparece el género estableciendo su forma de manifestar lo humano. Antes de que esta criatura humana pueda manifestar su vida autónoma como organismo viable extrauterino, ya se le ha asignado a la categoría de género. El género ya está ahí. Incluso antes del alumbramiento en la actualidad; y no digamos cuando la tecnología biogenética puede realizar organismos de un sexo u otro a la carta. Antiguamente la adscripción a género se realizaba en el instante del alumbramiento. Actualmente, en las culturas “adelantadas” es algo previo al alumbramiento, a menos que se decida no querer saberlo hasta el punto del nacimiento.
Sin embargo se considera que la adscripción a un género es algo que se va madurando poco a poco a medida que ese pequeño ser adquiere capacidades madurativas. 
Judith Butler
Por ello, siguiendo a J. Butler se puede decir con plena seguridad que el género está incluido en el sexo desde el preciso comienzo. En el momento en que se reconoce el sexo queda adscrito a un género. Pero cuidado, esta adscripción a género sólo se da en relación a la dialéctica masculino-femenina. Lo demás, a priori, queda descartado.
Cuando procedemos a cumplir con lo dicho, rara vez nos paramos a considerar la trascendencia que tal fenómeno implica. Nos resulta algo tierno, afectivo, entrañable el acoger como niño o niña a esa personita que acaba de cumplir la gestación, o que ya está presente en nuestro mundo físico.
 En ningún momento consideramos que esta adscripción masculina y femenina tiene una trayectoria histórica de quizás 6000 años o incluso más desde el surgimiento del patriarcado y su implicación en las civilizaciones y culturas a partir, por lo que se sabe actualmente, de la Sumeria y Acadia en Mesopotamia antigua.

En ningún momento se considera estos miles de años de organización patriarcal y su plasmación en religiones y políticas. En la historia reciente y en las precedentes nunca se nos enseña las condiciones de convivencia en cuestión de géneros, salvo en datos anecdóticos; pero sí consta que las condiciones de “ser mujer” no fueron nada fáciles. Es más, en muchas ocasiones, se aproximaban a una situación comparable a la esclavitud, aunque fueran hijas de ciudadanos libres. No hablemos ya de las mujeres nacidas esclavas.

Sólo acercándonos a la modernidad y actualidad nos hacemos conscientes de la lucha por los derechos civiles y de género, abanderado por las sufragistas y después las feministas.

Por ello, a no ser por el activismo de estas guerreras mujeres feministas, no seríamos conscientes hoy por hoy de la influencia de una violencia invisibilizada y consolidada a través de innumerables siglos de dominación patriarcal en diversas formas religiosas y  políticas y aún vigente en la actualidad. 

El sexo de una persona está invariablemente influido; ha sido modelado mediante la violencia a lo largo de la historia. Comúnmente no caemos en ello, ni lo consideramos, incluso pensamos que hay igualdad, en teoría. El caso es que aunque no se manifieste sistemáticamente la experiencia de violencia, sí hay un continuo malestar más o menos violento según las circunstancias en el que ser un hombre o mujer aporta unas ventajas a uno y desventajas a la otra; y que en muchas parejas y familias se da una lucha de poder con dramáticas consecuencias; y no hablemos de violencia psíquica o física de tipo machista; ésta es sólo una manifestación más intensa y violenta de aquella a la que me refiero.
Cuando consideramos el sexo creemos que nos referimos a una percepción o a la representación imaginativa de algo físico o de su imagen; pero en esa percepción hay implícita un contenido mítico muy complejo. Hay toda una construcción imaginaria que valora, juzga e interpreta eso que aparece como rasgos físicos, aparentemente neutrales, pero con una importancia dada por el sistema social. Lo que ocurre con los atributos primarios y secundarios sexuales no ocurre con otros atributos físicos como son las orejas, la nariz o los dedos.  Ellos sí, realmente, pueden ser neutros; pero el pene, vagina o pechos no lo son. Y las relaciones que se establecen en base a ello no es ni mucho menos neutro.
Releyendo lo dicho hasta ahora nos damos cuenta que estamos utilizando un discurso cultural que se centra en una dicotomía heterosexual y que aparece como común, normal y por ello como normativa u obligatoria. Nos parece natural que el sexo se someta a estas características (hombre-mujer) y que esto sea algo tan integrado en nuestro cuerpo y consciencia que excluya otras posibilidades. Parece haber una obligación, firmemente interiorizada, de considerar la relación hombre-mujer como lo natural y se convierte en el signo de afirmación de nuestra identidad. Recordemos que en nuestro carnet de identidad figura representada con una letra “M o F” nuestra adscripción sexo-género, inmediatamente después del nombre y antes de la nacionalidad. Este detalle formal es, sin duda, significativo. Estamos definidos y clasificados, fichados podríamos decir, como pertenecientes a una de dos categorías oficiales de sexo-género: Masculino y/o Femenino. Esto es lo normativo, lo oficial, lo que dicta el poder y por ello nos sometemos o acatamos la regla impuesta.


Quizá cueste ver hacia dónde dirigimos nuestros pasos, pero ahora lo iremos viendo. Todo esto no es sólo una sucesión de obviedades y ocurrencias especulativas.

Cada ser humano es particular, personal, único; con una sensibilidad, con unos talentos, con unos rasgos irrepetibles que configuran la personalidad. La integración consciente de esta personalidad da lugar a la identidad de uno mismo: “Yo soy”. No hay dos seres humanos iguales aún pudiendo ser genéticamente uní cigotos, lo que sería lo más próximo a clones. Aún así las personalidades son distintas dando lugar a una identidad diferente. Quedando claro esto  vemos que, en ámbito del sexo y el género, esto no se considera del mismo modo. Lo particular, la propia vivencia de la sexualidad, los propios deseos y afectos quedan supeditados a lo general y esa particularidad o singularidad se somete a lo normativo de cómo se es hombre-masculino y cómo se es mujer-femenina; o niño-niña. No es indistinto ser masculino o femenino; no hay una unidad previa o primaria. Nunca ha sido ni es lo mismo el trato desde el nacimiento en un niño o una niña, por mucho de que se trate de asegurar, de que no se hacen distinciones de valor entre ellos. La familia con todos sus integrantes proceden de la cultura establecida y esta es la consolidación y tiende a la perpetuación de la tradición que usualmente se resiste al cambio evolutivo (recordemos el escrito anterior de “distorsiones del self” al tratar el tema de la cultura). Y muchas veces trata de evolucionar cosméticamente conservando valores ya inapropiados.
El medio de difusión y de compartir la cultura es el lenguaje, por ello es el medio de difusión y creación de la “imagen del mundo real”. Todo individuo en un estado pre-lingüístico se siente en un modo de igualdad indiferenciada en cuanto al sexo, pero  en cuanto los engramas y algoritmos nerviosos, creados en la interacción sensorial-nerviosa, y el lenguaje se da, se produce una acomodación y adaptación a una espacie de identidad (un considerarse “ser”), es decir a una modalidad de ontología artificial. Y con ello se crea una ilusión de diferencia, disparidad, de ruptura de ese estado de igualdad en cuanto a sexo. Aparece una oposición, que no es alterna, o aleatoria, sino de tipo jerárquico y se convierte en la realidad social. Ejemplos en el lenguaje común de esto lo vemos en ciertas expresiones sexistas como “Todo lo bueno y favorable es ‘cojonudo’. Aquello que resulta tedioso, desagradable o que se soporta es “un coñazo”. Pueden considerarse estas expresiones como anecdóticas y no representativas, pero son una muestra que ejemplifica la organización jerárquica en cuestión de sexo-género.
Lo que verbalizamos, lo que decimos y cómo lo decimos surge de lo que hemos introyectado con nuestra socialización con toda su parte de normas y valores; supone la interpretación del mundo personal y exterior y se manifiesta como la expresión de “nuestra realidad” a los otros. Aunque hay unos contenidos personales, en su conjunto, conforma la configuración común colectiva de la realidad. Esta configuración compartida colectivamente nos viene impuesta, es exterior a nosotros, nos hemos sometido a ella y la hemos internalizado; no la cuestionamos  apareciendo en la mayor parte de las veces como automatismos. Ello no muestra una evidente violencia; pero sí se da de un modo sutil; y aunque la violencia sea sutil, sigue siendo violencia; es decir una obligación de asumir una pseudo realidad y convertirla en nuestra realidad.  Así se generan y perduran ficciones sociales en nombre de lo real. Estos constructos sólo devienen en reales en tanto que, siendo fenómenos ficticios, adquieren sustancia y realidad en la medida que adquieren presencia y poder dentro del discurso.

Aunque parezca contradictorio consideramos que sexo-género existe antes que el sexo. Así es como lo vemos manifestarse social y culturalmente oponiéndose “al cuerpo” con todas sus potencialidades que, evidentemente, es necesariamente anterior al sexo-género. Con esta evidente contradicción estamos ante un claro exponente del dualismo cartesiano que nos obliga a interpretar el mundo como un sistema binario (mente/cuerpo; cultura/naturaleza, etc.), en lo que se manifiesta una jerarquía implícita. Es un marco conceptual que impregna nuestros discursos y los hace problemáticos en cuanto reproducen los discursos de poder construidos bajo la lógica de la dominación. La mente es a la cultura, lo que el cuerpo es a la naturaleza y la finalidad de la mente-cultura es librarse de las fieras condiciones de los instintos y la naturaleza siempre salvaje y hostil.
Por otro lado en el cuerpo (desde la óptica de la bionergénica y ontoenergética) se va adecuando como recurso defensivo caracterial ante los ataques y opresiones del entorno familiar y social; escribe en sí las consecuencias de sus batallas, sus heridas, derrotas y rendiciones, puesto que acontecen principalmente en edades tiernas en las que apenas se dispone de recursos defensivos. Esas heridas, esos naufragios, esas derrotas y esas rendiciones generan la coraza caracterial constituyendo un blindaje ante la vida para protegerse de sus embates manifestados, tanto desde el mundo interior (impulsos reactivos) como exteriores (la presión del mundo social envolvente generador de frecuentes agresiones y frustraciones).
“El cuerpo es la superficie grabada de los acontecimientos”
También estoy de acuerdo con Judith Butler y M. Foucault  de que el cuerpo se configura como una superficie y el escenario de una inscripción cultural: “El cuerpo es la superficie grabada de los acontecimientos”, y “la función de la genealogía (palabra creada por Butler para el estudio de lo concerniente al género) es mostrar un cuerpo completamente grabado por la historia”. Una interpretación en la que “el cuerpo siempre está en un estado de sitio, soportando el deterioro de los términos mismos de la historia” acosado “mediante una práctica significante que exige someter al cuerpo”. El cuerpo, como dice Foucault, deviene “una página en blanco” donde se inscriben unos valores históricos y culturales de significación que exigen su destrucción: un cuerpo que debe ser destruido y transfigurado para que emerja la cultura. Un escenario en el que las marcas del cuerpo le son impuestas por un régimen de poder que determina las marcas que estructuran el campo de lo social. Estos dos autores descubren lo latente en la cultura imperante, esa cultura que considero antinatural plena de distorsiones como dije en el anterior artículo.
Michel Foucault

J. Butler dice que los límites corporales se transforman en los limites de lo social per se: “los límites del cuerpo sirven para instituir y naturalizar algunos tabúes respecto a los límites, las posturas y los modos de intercambio adecuados que definen lo que conforma los cuerpos”. Un concepto como tabú (introyecto o creencia social o cultural) establece límites para crear un sujeto diferenciado por medio de la exclusión.
Estas exposiciones de Foucault como de Butler apoyan mi posicionamiento bioenergético y ontoenergético afinando su alcance y repercusión en el ámbito histórico (la transmisión de las presiones antinaturales de la tradición cultural autoritaria a través de generaciones adecuándose a las nuevas circunstancias que el paso del tiempo y sucesión de generaciones proponen). Es algo sistémico que se transmite de generación a generación en la cultura dada que el factor autoritario y normativo siempre es el mismo adecuándose camaleónicamente a las circunstancias nuevas emergentes. Las creencias, los introyectos, se maquillan adecuándose a los nuevos retos históricos, permaneciendo inalterados en lo profundo; introduciéndose en la configuración de las personalidades de las generaciones sucesivas constituyendo una imagen identitaria constituyente del Ego con su fuerza de compensar esa carencia (imposición en contra de autenticidad) generando “importancia personal” o “narcisismo”. Cuanto más herido y negado se siente el Yo, más se hincha el Ego de necesidad de reconocimiento, de mostrar ser merecedor de atención e importancia o, a través del victimismo, solicite compasión captando el interés y experimentando otra modalidad de “importancia personal” aunque sea negativa.
El esfuerzo de la persona para adecuarse a la presión cultural, social, familiar, debe, necesariamente, negar y tratar de reprimir aquello que la posiciona en resistencia, en pugna, en no querer ceder partes de su integridad original y resignarse a su pérdida.
Lo auto reprimido, lo que se sacrifica a cambio de aceptación y conformidad cultural, deja de ser humano transformándose en algo denso y oscuro que alberga amargura, resentimiento, dolor y odio. Le denominamos “sombra” y tratamos que permanezca confinada en el ámbito del subconsciente, en una especie de trastero que tratamos de olvidar alejándolo de la consciencia; pero siempre presente y presionando por emerger en múltiples situaciones que aflojan el rígido control consciente e la vida cotidiana y que, frecuentemente, irrumpen con diverso ímpetu en los contenidos oníricos.

Lo que es inaceptable para nuestra imagen del cuerpo (la introyección normativa y cultural del mismo) se expulsa del cuerpo, como si fuera un excremento, literalmente convertido en “Otro. Este “Otro” creado como expulsado determina los límites del cuerpo desnaturalizado cultural y socialmente que también son los primeros contornos del sujeto afectado. El límite de tal cuerpo, así como la distinción entre lo interno y lo externo, se produce por medio de la expulsión y la revaluación de algo que en un principio era una parte de la identidad en una otredad deshonrosa. El sexismo, la homofobia y el racismo; el rechazo de sus cuerpos por su sexo, sexualidad o el color de la piel es una “expulsión” de la que se desprende una “repulsión” que establece y refuerza identidades culturalmente hegemónicas, sobre ejes de diferenciación de sexo, raza, sexualidad.

El proceso de socialización- educación se inicia tan pronto como el bebé empieza a conocer el mundo en el que vive interactuando con sus miembros; en un primer lugar en una situación de total dependencia y vulnerabilidad, que después se va matizando al tiempo que ya va acumulando concesiones y renuncias propias en favor de reconocimiento, aceptación, de ser merecedor de amor aunque sea condicionado. La madre en primer lugar, la familia siguiéndole y después apareciendo las instituciones públicas como escolaridad y demás servicios que representan los portavoces, más o menos inconscientes, del poder, del estado autoritario.
Se ha acuñado el término “Tecnologías de violencia de género” a los medios por los cuales se produce y reproduce imágenes que contribuyen a la creación y recreación de imaginarios sociales que influyen en nuestra forma de ser, pensar, vivir y sentir en el mundo y, en concreto, a hacerlo como “hombres” y “mujeres”. Muchas teorías psicológicas y psicoterapéuticas caen en ello a pesar considerándose vanguardistas; el psicoanálisis clásico y aún la bioenergética clásica caen en ello.
Estas tecnologías, aplicándose nos obligan a olvidar que simplemente se trata de exhibir un “personaje” que “interpreta” un “guión” preestablecido, escrito, dirigido y producido al servicio de una determinada ideología y en el seno de una sociedad constituida bajo forma de dominación masculina.


La actual manifestación de la dominación autoritaria de origen patriarcal nos induce constantemente a transigir y adecuarse a sus imperativos, apartándonos de nuestra autenticidad (el genuino contacto con nuestro íntegro sentir corporal y existencial); acostumbrándonos a representar roles de conveniencia y oportunidad cada vez más frecuentemente hasta el punto de que llegamos a creer que esta representación o interpretación es nuestra personalidad, nuestro yo; cuando, en realidad, estamos actuando y no siendo. Ello implica la aplicación de una violencia, aunque sea simbólica, sutil y subliminal, a la que sucumbimos cuando la repetición se hace hábito y esto en automatismo.
La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural. Los esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto.

El poder institucionalizado en este momento es la actualización del poder autoritario tradicional. Lo hemos heredado generación tras generación ajustándose y adaptándose a los avances tecnológicos y sociales de los que él mismo es parte causal. De tal modo llena todo nuestro existir que podemos decir que lo respiramos, lo bebemos y comemos en todo momento, que llena todos los aspectos de nuestra forma de vivir y es de tal modo continuo y habitual que nuestra conducta y pensamiento no lo discrimina como algo ajeno o externo a nuestro sentido del Yo. A menos que hagamos esfuerzos de apertura consciente observándolo desde el posicionamiento de observador desapegado y neutral.
 Démonos cuenta de los potentes medios de producción y reproducción de imágenes e imaginarios que son: el mundo audiovisual, la publicidad, los géneros literarios y los medios de comunicación.
 Todo nuestro hacer, nuestro ocio, nuestro mundo motivacional, nuestro consumo, nuestro desear, nuestros retos sociales y culturales, nuestro saber, lo que se inscribe en creencias, opiniones, representaciones y juicios respecto a nuestro mundo envolvente e interactuante.
Se puede afirmar que vivimos sumergidos, nadando, respirando, bebiendo, caminando e interactuando en este conjunto de medios de producción y reproducción de imaginarios. Así es muy difícil poder imaginar otro imaginario alternativo. Este conjunto de imágenes producidas y reproducidas continuamente envolviéndonos en todos nuestros actos vitales contribuyen en nuestra forma de ser, pensar, vivir y sentir el mundo y en particular a hacerlo como “hombres” y “mujeres”. 

Así bajo la apariencia de neutralidad, racionalidad, sentido común, inocencia, naturalidad o universalidad, a través de las tecnologías del género y la sexualidad se produce y reproduce la “diferencia sexual” en el marco de una sociedad donde las relaciones sexo/género son asimétricas (predominio hegemónico masculino/hombre), como si fuera el “reflejo de la realidad”, categorizando nuestra subjetividad bajo parámetros de la desigualdad.

Por mucho que, aparentemente parezcan cuestionarse, como el énfasis en la paridad política, el derecho al trabajo igual de ambos sexos, la conciliación familiar, etc., se trata de extender sutilmente la feminización de ciertas conductas masculinas y de masculinizar las femeninas, siendo más asertivas y valoradas las masculinizaciones que las feminizaciones; pero aún así dentro de la situación binaria masculino/femenino en confrontación continua.

Así tenemos que estas llamadas “tecnologías” contribuyen a la aparente homogeneización de los géneros a través de estereotipos como binomios enfrentados y definidos por oposición que nos conducen a crear la ilusión de que son universales. Que estas tecnologías crean un imaginario social sobre la naturaleza femenina y masculina como inmutable, fija, esencial, olvidando la diversidad entre las propias mujeres (y los propios hombres), así como la diversidad de experiencias que configuran a hombres y mujeres en relación con los contextos históricos, políticos, culturales, religiosos y personales que nos afectan e influyen en la construcción de nuestra subjetividad al mostrarnos determinadas posibilidades de desarrollo de nuestras capacidades, potenciar determinados valores y comportamientos e influir en nuestra forma de interpretar el mundo.
El efecto general de estas tecnologías presentan las actitudes sexistas como esencia, asentándolas como estructura; refuerza la tradicional división sexual del trabajo, entendida como la naturalización de esos espacios asociados a cada género, donde lo público, lo productivo, lo visible y lo valorado sigue siendo el espacio importante reservado a los hombres, mientras que lo privado, no productivo, invisible y no remunerado (pues se hace por amor) sigue siendo el terreno prácticamente obligatorio de las mujeres o de aquellos cuyos valores y actividades son análogos.
Por estas tecnologías se asigna a las diferencias físicas genitales de hombres y mujeres atributos simbólicos desiguales que conforman su identidad de modo que al hombre le corresponde actividad, potencia, ímpetu, urgencia…, y a la mujer la pasividad, la sumisión o la inactividad. Excepcionalmente en los estamentos más elitistas o privilegiados estas diferencias genitales son suplantadas por identificaciones simbólicas en las que predominan actitudes propias de categoría masculina tanto en hombres como en mujeres cuando aspiran y pugnan por asumir y manifestar estamentos de poder en la autoridad laboral (ejecutivos-as, políticos, cargos de autoridad, empresarios y otros por el estilo). Esto no es más que otro aspecto de perpetuación de esta oposición binaria en la que la identificación de valores masculinos aporta triunfo, reconocimiento y poder.
Con ello se comprende que estas tecnologías no sólo justifican, sino que además perpetúan la violencia de género pues exponen a las mujeres a esa modalidad de impulso masculino de tipo esencial, y deja abonado el terreno para el posible ejercicio de todo tipo de relaciones de abuso y violencia contra las mujeres (domestica, laboral, social, …). También alimenta la percepción de la violencia como forma válida o admisible para la resolución de los conflictos (lo viril y violeto de hombres) y la anteponen a la forma mediada de relaciones. También significa asumir como prueba de “hombría” las prácticas y los estilos de vida asociados con la valentía.
Por otro lado, las tecnologías del género reproducen los mitos y creencias sobre el amor (romántico y maternal) y la sexualidad, construida socialmente al servicio de la ideología de dominación que sitúa a las mujeres en el lugar de la dependencia, el vaciamiento, la subordinación o la esclavitud. Y las deja expuestas a la “ética de los cuidados” mientras se las obliga a seguir “entregándose” por amor.

La tecnología de género (publicidad, escritos, discursos, literatura, cine, arte, etc.) contribuye a la construcción social del género, a la socialización desde la desigualdad, como un potente instrumento al servicio de una sociedad desequilibrada que se traduce en una política absolutamente conservadora que quiere “gente en su sitio” y no deja ni un espacio a la subversión.

Con todo esto se fundamenta un tipo de esencialismo sexual, ese pensamiento único (hetero) que establece la relación obligatoria entre un hombre y una mujer en el marco de una heterosexualidad obligatoria. Un pensamiento que nos impide entender como “natural”, “correcto” o “sano” cualquier cualquier otro tipo de sexualidad y de relación que no sea la relación amorosa entre un hombre y una mujer, a poder ser dentro de la institución matrimonial y dirigida a la reproducción.

Ya hemos visto antes que se imponen en nuestras vidas  unas categorías discursivas incluso antes del nacimiento. Lo hacemos de modo automático, siendo la interiorización de una forma de interpretar la realidad en lo social, lo político y lo cultural. Como no hay opción de cuestionar esta “mentalidad” arrastrada por una tradición cultural rígidamente establecida desde nuestros ancestros a través de siglos, se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que es una forma de aplicar una ideología autoritaria de tipo patriarcal y, por ello, un modo de violencia que por habitual y normal que pueda considerarse, no deja, por ello, de serlo. Ya hemos visto que el marco de pensamiento heterosexual asociado al matrimonio y a la procreación lo fundamenta y le confiere una cualidad esencial, cuando tan sólo es una imposición ideológica.
Esta violencia integrada en lo cultural, social y político determina una interpretación de nuestros cuerpos como seres sexuados y nos programa aquello que se espera de nosotros, determinando, en forma de creencia esencial, anticipadamente, lo que es posible, realizable, admisible, correcto o real en nuestras vidas. Una creencia o introyecto que actúa desde nuestra mente como violencia de género, nos podemos dar cuenta de ello si estamos atentos.

Creencia violenta responsable de unos altos índices de suicidios especialmente entre jóvenes que no pudiendo asumir su imperativo, tratan de adoptar o construir su sexualidad en la zona marginal de lo posible, realizable, admisible y correcto; y por ello, aunque sientan que forma parte de su naturaleza, no se considera real y natural. Esos jóvenes que sienten que no se adecúan al imperativo heterosexual con hegemonía masculina. 
La creencia nos dice que como cuerpos sexuados, la naturaleza nos determina, de un modo esencial, cuál debe ser nuestra forma de sentir, vivir, pensar, actuar… en relación a nuestro género normativo. Es un discurso interiorizado que restringe “lo posible” a un sistema binario y asimétrico de género. Un género que se presenta como un atributo fijo, coherente, que crea la ficción de identidades opuestas, desiguales, pero idénticas a sí mismas en el interior de cada una  de sus categorías proyectando una ficción uniformizadora que invisibiliza los múltiples ejes de dominación que nos afectan como la clase, la raza, la etnia, las orientaciones sexuales… donde la violencia se produce y reproduce en relación con cada una de ellas.

El género es performativo y, por tanto, se construye en un “llegar a ser” en el que estamos totalmente comprometidos. Cuanto más libre esté de condiciones, inercia, introyecciones y rigideces; más consciencia implica apelándose a la libertad individual. Lo que nos permite abrirnos a las múltiples posibilidades del género. El género es identidad, relación y acción pública, consecuentemente algo político (lo concerniente al bienestar común de los ciudadanos); un acto que no sólo representamos, sino que sentimos convencidamente cada unos de nosotros, y desde la libertad, de ningún modo, un acto puede imponerse por encima del individuo. Aceptando nuestra naturaleza, contactando con el Yo, cuestionando las inercias culturales con sus rigideces de creencias aportadas por la tradición, confiando en nuestra consciencia, tenemos no sólo la posibilidad sino la certeza de optar por una manifestación libre y comprometida de género y, en tal sentido, subversiva y rupturista.

Cada individuo sexuado debe sentir emerger desde su profundidad (Self y Yo) su propia presencia confiriendo identidad. Lejos de ser algo caótico, el material emergente es creativo y emotivo; dándose libertad, no sólo de exteriorizarse espontáneamente, sino de explorarlo y compartirlo construyéndose con una sana personalidad. Veremos que en el “ser y manifestarse como sexo masculino” hay una diversidad inmensa de sentir, vivirse, expresarse y crecer; y todo ello libre de los condicionamientos de la visión de género rígida y autoritaria que lo limita encadenándole a muy pocas posibilidades. Vemos también que el “ser y manifestarse como sexo femenino” da lugar a una riqueza de posibilidades ahora apenas imaginables. Lo importante ya no es cumplir con el programa de género normativo impuesto y heredado por la tradición patriarcal, sino que cada cual descubra cómo explorar su propio potencial, auto-realizarse y compartirlo con los demás libremente. Las relaciones entonces se sentirán de “ser humano” a “ser humano” y dependiendo del sentir será con uno o con otro individuo. La imposición autoritaria patriarcal binaria queda plenamente superada por la afectividad y el compromiso personal y existencial de cada cual. En tal caso la heterosexualidad, la homosexualidad, bisexualidad y el transexualismo dejan de tener importancia, pues no se contempla como algo marginal, sino como una multiplicidad de posibilidades de auto realización y relación. Del mismo modo que la monogamia, poligamia, poliandria, promiscuidad y el poliamor pierden su poder como categorías, dado que sólo se dan como oponiéndose a una uniformidad de género normativa restrictiva.

 Si hay libertad de ser cada cual de acuerdo a cómo siente su naturaleza y personalidad, todas las diferencias apuntadas se disuelven en un marco de posibilidades dentro de las cuales unas son más probables que otras, pero todas, todas, posibles y aceptables.



Bibliografía:
Foucault, Michel (1980) Historia de la  sexualidad. Siglo XXI, Madrid.
Butler, Judith (2001) El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad.  Paidós, México.
Arisó, Olga y Mérida, Rafael (2010) Los géneros de la violencia. Egales, Madrid.

Ernesto Cabeza Salamó   Junio 2015-06-15




domingo, 7 de junio de 2015

Cuando se distorsiona el Self


Cuando se distorsiona el Self


En la personalidad íntegra florece la pureza, la autenticidad, la compasión y la sabiduría, aquella personalidad que cumple, al unísono, el amor, acción y conocimiento; los tres aspectos del flujo pulsátil vital. En su aplicación relacional, social, da lugar a la educación como transmisión del saber con amor; a la salud de amorosa actividad y a la cultura de acción sabia.



La pureza consiste en la mente comprometida con la propia existencia; viviendo y saboreando el aquí y ahora con todo su esplendor, concibiendo que existir es estar en relación con: los semejantes y el mundo natural. La autenticidad consiste en percibirse a sí mismo con naturalidad, con todos los dones y talentos que nos son propios y compartirlo con las relaciones. La compasión es la capacidad de ponerse en lugar y circunstancias de nuestras relaciones teniendo en cuenta que el propio bienestar también es el de ellos y por el bien mutuo. La sabiduría es la interacción de los tres aspectos anteriores entre sí más el aliciente de la curiosidad hacia el mundo como una maravilla, convirtiéndose en experiencia con el proceso de existir e integrar en la consciencia sus efectos; conjunto que sólo adquiere sentido en estado de relación.
Cualquier desviación de este encuadre supone un bloqueo de miras y un posicionamiento miserable ante sí mismo y el mundo relacional. Aunque se apliquen todos los mecanismos posibles de defensa. Cada uno de ellos revela la propia miseria personal.


Nacemos con un self manifiesto en nuestra naturaleza orgánica. Estamos comprometidos con el vivir y el componente instintivo lo garantiza mientras el potencial nervioso madura y va haciendo accesible el aprendizaje y la auto consciencia; desarrollándose un self existencial y un arraigado sentido del Yo o personalidad.
En el transcurso de este proceso actúan las influencias patógenas que rompen y menoscaban la natural maduración alterando la autoconsciencia.

Cuando consideramos los atributos del ambiente en el mundo en el que maduramos, crecemos y vivimos, advertimos que estas cualidades sólo aparecen de forma fragmentaria, des conexas y entretejidas con emociones defensivas respecto a uno mismo y los demás. Quisiéramos poder confiar y entregarnos, pero la hostilidad y el temor lo imposibilitan. Quisiéramos ser generosos con el corazón y los actos, pero atesoramos nuestros afectos y posesiones y tratamos de extraer de los demás algo que sacie nuestra vacuidad existencial. Y podríamos seguir así en infinidad de aspectos personales y relacionales.
Nos damos cuenta que el mundo relacional envolvente nos entorpece manifestar nuestros profundos e íntimos anhelos de poder gozar de nuestra vida y compartirla así con los demás. Los demás y yo mismo no somos demasiado diferentes. Nuestro íntimo anhelo es el mismo, pero las defensas ante las heridas vividas nos particularizan de forma muy compleja. Al poco de nacer y mientra crecemos todo esto dañino ya está manifiesto. Lo respiramos, lo palpamos, lo comemos, lo bebemos… De modo que estando fuera muy pronto nos inter-penetra y se fundo con nuestro yo.
No me extenderé en el cómo, pues ya es bien sabido, sólo indicaré que desde la gestación estas fuerzas actúan generando un sistema de realimentación simbiótico madre-hijo/a. Los tóxicos psico-emocionales y bio-físicos actúan en el biosistemas intrauterino. La placenta, como filtro, no hace milagros. Después tras la experiencia del alumbramiento con su gran carga vivencial, a lo largo de ese año aproximado de gestación extrauterina, el mundo social (a través de los padres y hermanos) se hace presente en este indefenso ser. Así se configuran las primeras defensas de autoprotección del ser. Digo ser, porque aún no hay un yo; simplemente vestigios de su esbozo.
Seguidamente, a medida que la creciente autonomía madura, el ambiente familiar se va haciendo más abierto al mundo social; la criatura se va socializando más y más alcanzando cotas importantes al iniciarse el proceso escolar. Es entonces cuando la cultura, la sociedad y el poder introducen sus tentáculos en el niño-a asentando valores-guías que marcarán su existencia personal, social y cultural; pero generalmente, en nuestro mundo “desarrollado” la elección de la orientación escolar-educativa tiene que ver con decisiones de los padres que tienen mucho de ideología. Así todo el conjunto de creencias de índole irracional (religiones e ideologías) actúan como poder autoritario aún cuando se declaren demócratas.

El mundo en el que crecemos, maduramos y vivimos
Se dan dos aspectos complementarios que aseguran el proceso. En primer lugar se trata del terreno afectivo en las etapas pre-edípica y edípica, cuando se transfiere a la nueva generación las problemáticas neuróticas de los progenitores; con ello se abren potentes heridas y se organizan las medidas defensivas caracteriales. Aquí se transmite el componente neurótico en la nueva generación; al tiempo y a continuación lo que se denomina “tecnología de género” actúa con todo su rigor. Los cuentos y leyendas que se cuentan a los hijos, los juegos que repractican en grupos, los virtuales, la publicidad, las series televisivas y animadas; todo este conjunto más las opiniones de los adultos que les rodean y la propia escolaridad muestran el espacio escénico dentro del cual representarán su propia versión del drama. La tradición heredada y adecuada al tiempo actual se manifiesta con sus raíces milenarias de autoritarismo y antinaturalidad. Seguidamente estos jóvenes, adentrándose en la pubertad se darán cuenta de la conflictividad de sus padres con los abuelos y podrán esbozar los inmediatos eslabones de un modo de conflicto secular. Y en la adolescencia toda esta angustia y conflictividad estallará frente a la propia familia y sociedad, pero esa rebeldía, esa oposición e incluso hostilidad ya está muy alejada de su fuente; de las heridas primarias de la infancia enterradas en el olvido del subconsciente y cubiertas de potentes defensas.
Se opondrán, encontrarán motivos más o menos racionales, pero el malestar y el dolor quedarán ocultos a menos que procedan a una valerosa exploración interior.

El amor, el abrirse a los demás desde la plenitud exige confianza y entrega (a los demás y a sí mismo). La acción es la aplicación de la vitalidad en la realidad envolvente con el fin de transformarla satisfactoriamente. El conocimiento es la manifestación de la curiosidad, del deseo de obtener entendimiento y comprensión del mundo envolvente. Los tres fenómenos son la expresión trina del impulso vital. La triple cara del pulso de la vida surgiendo desde el centro del organismo humano. En cada impulso figuran estos tres componentes aunque pueda prevalecer uno sobre los otros dos; es imposible que uno de ellos quede excluido del impulso. Es como si se tratara de concebir que en el espacio tridimensional, una de sus tres dimensiones pudiera no darse, ¡imposible! Lo que puede ocurrir y de hecho acontece es que el propio impulso y sus aspectos queden alterados y distorsionados.

La impresión de carencia de amor lleva al deseo de ser merecedor del mismo, a las maniobras para asegurarse la atención y el interés de los demás y la integración de que el esfuerzo por ganarse a la gente; el esfuerzo de ser querido nunca llega a satisfacerse. Que cualquier acción es estéril al asentarse en la desconfianza y uno se cree víctima de los demás. Las dudas e incertidumbres imposibilitan la entrega imponiéndole condiciones que declaran inseguridad.

La sociedad consiste en la mutua interacción de las personas. Todos y cada uno de los componentes de la sociedad adolecen de estas distorsiones en mayor o menor grado configurándose el tipo de relaciones interpersonales y sociales. Cada persona se sitúa socialmente desde su percepción del “yo” dirigiéndose a los demás como “los otros”. Precisa de ellos para satisfacer sus diversas necesidades y aporta, desde su persona a la comunidad, en sus posibilidades. Si esto se quedara así la convivencia y relaciones serían muy fáciles; cada uno aporta sus talentos, destrezas y conocimientos y entre la diversidad se satisfacen todo tipo de necesidades y motivaciones. El bien personal se correspondería con el bien común.

Ya hemos visto que la distorsión en el amor genera desconfianza y dificultad de entrega al sí mismo y a los demás; hace que se tenga hambre de llenar carencias y para ello emerge el narcisismo o importancia personal. Esta necesidad de satisfacer la importancia personal utiliza todos los recursos cognitivos al alcance en la instancia psíquica que denomino “ego” (la imagen que tengo de mí mismo y que muestro en el ámbito social). Desde el “ego” trato de hacerme notar, atraer la atención, interés, admiración, aprecio, etc., de los demás ofreciéndoles a cambio destrezas y cualidades que son en parte reales y en parte fantaseadas o idealizadas; ocultándome o reservándome aquellas características que me censuro o me avergüenzan (la “sombra”). Así no podemos permitirnos permitirnos mostrarnos tal como somos, tan sólo tal como deseamos que nos vean. Las relaciones devienen ficticias con un componente desiderativo al tiempo favorable y desfavorable. La verdad y la autenticidad quedan rotas. Las expectativas van más allá de lo racional pigmentándose de contenido irracional. En esta polaridad quedamos anclados. La misma polaridad que hace milenios impulsó a ciertos individuos a obtener visiones de grandeza y, con la fuerza, empezaron a someter a comunidades bajo su yugo, creando los primeros imperios; anexionando poblaciones y territorios engrandeciendo su poder y forzando la lealtad de los vencidos o aniquilándolos. W. Reich en su magistral obra “la irrupción de la moral sexual coercitiva” muestra como pude gestarse la mentalidad autoritaria patriarcal desde la serena igualdad del linaje matrilineal originario. Actualmente hay aportaciones arqueológicas que ofrecen información al respecto  a través de Marija Gimbutas en el estudio del calcolítico europeo, o la información procedente de la “Civilización del Indo” o la información que nos aporta James Mellaart a propósito de la antiquísima ciudad de Çatal Hüyük en Anatolia con 9.000 años de antigüedad.
Expansión de invasiones patriarcales caucásicas en la antigüedad
Desde que el autoritarismo patriarcal se impuso a partir de sumeria hace como 6.000 años hasta hoy, esa ideología se ha mantenido adecuándose a la sucesión de siglos y milenios sin perder su esencia, compenetrando el substrato de las ideologías y creencias, dando lugar a religiones y los choques entre ellas. Sometiendo a sus habitantes al poder institucional y, en particular, a las mujeres siendo desposeídas de dignidad y propia identidad hasta el día de hoy cuando reivindican su espacio y presencia robada. 

La sensación de poder se inició con la economía del clan y la ubicación económica de la mujer, después prosiguió con la fuerza de las armas en las guerras, momento que los mercaderes y el comercio empezó a reunir capitales con los que se fundía la hegemonía política defendida por ejércitos y la expansión comercial interesada en materias primas y mercados. Los terratenientes y los grandes comerciantes efectuaban préstamos con los que se financiaban linajes de reyes y emperadores con sus campañas de conquistas, para apropiarse de materias primas y monopolizar mercados. Más tarde, en la Edad media, al crearse los estados modernos centralizados con su organización política y urbana empezó a prosperar una clase burguesa-financiera que progresivamente se fue haciendo con el poder financiando sus propios intereses e influyendo en los reinos y políticos con sus inversiones y préstamos.

En la antigüedad los esclavos y siervos contribuían a la economía productiva, después con el surgimiento de tecnologías, con la ilustración y la industrialización se creó una clase proletaria y obrera a la que explotar al tiempo que con sus hijos aportaban soldados a los campos de batalla. Y la mujer en condición de casi servidumbre con el imperativo de ser madres cargaba con lo básico en la familia y la sociedad.

En la actualidad la industria se ha mecanizado prescindiendo de la clase obrera generándose una masa de desempleados de ambos sexos con una imposibilidad real de proporcionarles empleo digno, viéndose cada cual luchando por su suerte y compitiendo con los demás por un empleo precario o el autoempleo casi de subsistencia. Ahora la riqueza es enteramente financiera y continuamente ésta aumenta a causa de la necesidad de préstamos para cubrir las necesidades reales y adquirir la falsa ilusión de seguridad a través de la variante de explotación financiera consistente en toda modalidad de seguros para todo lo imaginable.

¿Cómo vemos ahora el amor? ¿Es entrega y confianza? Todo lo contrario. La gente se siente utilizada y explotada, en soledad, sin apenas redes confiables de relaciones. Sin contacto con su ser y en un estado de estereotipia, banalidad y vacuidad intensa. La tristeza, depresión, ansiedad, angustia y malestar lo inunda todo. La psiquiatría y el tratamiento de las enfermedades mentales y psicosomáticas están en pleno orden del día. Se comercializa todo: calidad del aire, calidad del agua, calidad de alimentos, lugar donde vivir, la educación, la sanidad, incluso la muerte. ¡Todo! ¡Es sorprendente y terrible que se viva con tanta naturalidad!

La acción está sometida a grandes restricciones. Ya no es un impulso espontáneo transformador y creativo; es un medio de descarga motriz y emocional, es un trabajo competitivo que puede desaparecer en cualquier momento, es algo que debe institucionalizarse y canalizarse adecuándose a las líneas y umbrales trazados de forma que no atente al sistema. La acción se convierte, a través de la frustración y el desamor, en odio y hostilidad, en temor y violencia. 

¿Y el conocimiento? Se convierte en consumición de cierto tipo de información calculada y perfilada con fines prácticos de entretenimiento y productividad. Saber y conocer ciertos aspectos inmediatos y utilitarios, destrezas para tratar de sobrevivir y contenerse lo incontenible. Se transforma en control propio y de los demás, lo que nos aproxima a autómatas informados. A los que adquieren sabiduría a través de la vida, a los mayores, se les confina en instituciones geriátricas; la comunicación intergeneracional se imposibilita o dificulta. El conocimiento se convierte en ciencia tecnológica sólo para élites escogidas al dificultarse el acceso a los estudios universitarios a los de clase humilde.

Si la tendencia operante se mantuviera y se asentara volveríamos a una nueva reedición de la Edad media en la que el clero sería lo financiero y los señores feudales los poseedores de la ciencia y tecnología.

Ontoenergéticamente hablando la educación es la consecuencia de la interacción social de amor y conocimiento. Es incentivar y transmitir el conocimiento a través del amor. Ya vemos que la mínima distorsión en el amor tiene consecuencias nefastas y qué decir si se da asimismo distorsiones en el conocimiento. Es por ello que el control de la educación es un muy valioso instrumento del poder y debe servir a sus propósitos. Las políticas educativas y las “tecnologías del poder”  causan desinformación intencionada mientras decretan qué debe considerarse la formación adecuada a los estratos de población.

Ontoenergéticamente la salud es la consecuencia de la interacción social de amor y acción. Volvemos a obtener un cuadro caótico. No puede darse una genuina salud, en todo caso una controlada normalidad en la que el neuroticismo es normativo y la locura mental y orgánica uno de sus extremos. Se considera locura, no sólo los desvaríos psicóticos, sino las desviaciones que cuestionan el control-estatus por su poder desestabilizador del “estatus quo”. Los visionarios e idealistas utópicos están sujetos a alucinaciones y delirios como los psicóticos e igualmente pueden ser peligrosos. El criterio de normalidad como pensamiento único excluye a ambos extremos en lo marginal. La tecnología aplicada a todo hace que la salud se entienda mecánicamente, que consista en adecuarse a unas pautas estadísticas que indican un balance en el organismo, pudiendo intervenirse estabilizándolo y también considerándolo a modo de mecanismo sustituyendo ciertos materiales dañados o defectuosos por otros operativos mediante trasplantes o artificiales como prótesis. El médico ya no es un conocedor de la salud, sino un ilustrado administrador y gestor de síntomas con el fin de concretizar estados patológicos y anómalos y poder adecuarlos a la normalidad artificiosa de la vida social y productiva. Todo profesional de la salud, especialmente los médicos deberían ser, ante todo, sanadores antes que científicos y técnicos. Para poder considerarse sanadores deberían ser humanistas y para serlo eficazmente personas sanas. La gestión y administración de la salud, hoy por hoy, tan tecnificada y mecanizada es convertida en una aplicación de grandes intereses sociopolíticos y mercantiles. Los fármacos ya no son dones amorosos para contribuir a sanar a los aquejados; se convierten en mercancías de gran valor y precio que deben comprarse, sea por medio de las arcas de los estados, o mediante la clínica privada (es decir de pago). El juramento hipocrático es sólo un recurso retórico muerto de significado. El amor queda sustituido por el marketing y bajo la ambición del beneficio económico sólo se invierte e investiga lo que promete beneficios, no en lo necesario. Las políticas sanitarias consisten en administrar partidas presupuestarias moderando los gastos. El enfoque economicista hace que los trabajadores de la sanidad se sientan empleados sujetos a productividad y no tanto humanistas comprometidos con los sufrientes.

Ontoenergéticamente la cultura surge de la interacción social de acción y conocimiento. Ya hemos visto como la acción está sometida a grandes restricciones que bloquean su función creadora y transformadora. Y el conocimiento como forma de control político. La interacción de ambas distorsiones genera una cultura muerta, conservadora, sin vitalidad. No se alienta el que sea creativa, tan sólo reproductiva, revisionista, recapituladora. Se entiende comúnmente cultura como el soporte de la identidad de un colectivo humano y trata de convertirse en tradición secular. La cultura se transforma en una estereotipia repetitiva, en costumbre y hábito. Se aleja de la vitalidad. Es una rama a la que no le alcanza la savia vital. Se marchita y muere. La auténtica cultura  es por su origen puro entusiasmo, manifiesta un sentido existencial común, es inquieta e interactiva, intuitiva y creadora; liderando y generalizando la transformación; impulsando a nuevos horizontes y cuestionando aquello que ya pierde sentido y vigencia. Es, por ello, pura filosofía. La cultura excita el tejido social dándole presencia y poder. Reúne a la población a través de un pasado común, anima a que se enfrenten a los desafíos actuales y universalizan sus logros a todos sus integrantes. Su cualidad principal es el cambio, la evolución, el plantarse ante los horizontes y ver que no son finales, sino meros comienzos. La cultura reúne en sí los frutos de la educación y de la salud de los pobladores que la hacen palpitar. Reúne orgánicamente lo más vital de todos los impulsos y realizaciones colectivas. Es como un gigantesco árbol que hundiendo sus raíces en lo aportado por las generaciones precedentes, crece y se alza desafiante hacia el cielo realizando una expansión, tratando de obtener mayor bien y bienestar; pero siempre alzándose hacia lo desconocido, hacia lo aún no alcanzado. Las ramas muertas caen, pero el árbol crece y crece tratando de alcanzar el sol en lo alto del cielo. Esa meta es la realización del ser humano como comunidad. Incentiva, estimula y plantea retos que excitan la triple pulsión de cada uno de sus individuos, sabe que cuantos más alcancen la auto realización mayor será su poder de imaginar y realizar logros en beneficio de todos sus integrantes.

Démonos cuenta de las distorsiones mencionadas. Consideremos en cómo operan en cada un@ de nosotr@s. Hagámonos responsables de corregirlas en nuestro ser y apoyemos y facilitemos el que los demás las puedan realizar. La transformación es un ejercicio personal que se comparte con los más próximos mientras se piensa en términos globales. La consciencia reside en nuestro self, la manifestación existencial de nuestro Ser. Contactando con nuestro mundo profundo advertimos nuestro significado y sentido de la vida, lo demás son distracciones u obstáculos. No nos engañemos ni nos dejemos engañar. Tengamos en cuenta que hay mucho interés en mantenernos limitados porque así favorecemos a nuestros opresores.



Ernesto Cabeza Salamó     (05-06-2015)