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sábado, 27 de noviembre de 2010

Celebración de la Rueda Anual de la Vida. Visión ontoenergética. Introdución.

Celebración de la Rueda Anual de la Vida

Visión Ontoenergética

Introducción

       Cuando estando de pié  hacemos girar el cuerpo observando el horizonte, describimos un gran círculo del cual nosotros somos su centro. Cuando representamos gráficamente la relación entre la Tierra y el Sol reproducimos varios círculos representándolo. El potencial simbólico que contiene el círculo es enorme. Pensemos en ello.
     No es de extrañar que nuestros ancestros se sintieran fascinados por el círculo y con él representaran sus verdades y principios universales.
     Los enigmáticos círculos megalíticos aún nos esconden grandes misterios. El símbolo taoísta del Yin-Yang con su manifestación del dinamismo esencial del universo nos embelesa con su profundidad simbólica y simplicidad. La Rueda medicinal del nativo americano con su simbolismo nos atrae vívidamente.

     Todo ello encierra profundos misterios que intuimos y nos cuesta precisar y es así porque se da en ámbito de lo arquetípico y esto supera a la razón.
          Los círculos son considerados representaciones mágicas, no porque sean hechizos o porque puedan hacerse hechizos en su interior, sino porque con su simbolismo encierran un saber, un conocimiento que va más allá de nuestra razón y, por ello, esa vitalidad, esa energía, concentrada, puede convertirse en poder y producir consecuencias (“su medicina”).
    Los círculos son signos que representan la cualidad sagrada de cuanto existe. En ellos hay un centro observador y los acontecimientos se realizan sin que se de forma alguna de jerarquía. Todo queda igualado en la circunferencia. También el círculo es el esquema básico del organismo vivo con un núcleo y un plasma que lo rodea y una membrana que lo envuelve.
     En círculos  es muy fácil representar nuestra relación con nosotros mismos, con nuestros semejantes, con la Tierra y con el Universo. Y al poseer una cualidad dinámica, la rotación, nos representa el suceder de los ciclos de la vida, la naturaleza y los astros.
     Cada vez más nos sentimos atraídos en su contemplación y en ellos nos reflejamos contactando con nuestra afectividad por todo cuanto nos rodea en el ámbito personal, relacional, natural y transpersonal; es decir, lo espiritual.

     Para quienes sintonizamos con este sentir, nos gusta reunirnos en círculos para celebrar sus misterios implícitos. En este contexto hay que situar todo este escrito que comparto.

Gaia. La Madre Tierra
     Somos criaturas del Sol y la Tierra. Vivimos arropados por la Naturaleza viva de este hermoso planeta. El Sol nos da calor y luz y, con ello, la vida puede florecer y manifestar su portentosa diversidad de aspectos. Todo ello combinado con las fuerzas dinámicas de interacción de Tierra, vida y tiempo han creado una belleza sin igual.
     A toda la parte viva del planeta, en su configuración como un enorme sistema, le denominamos Madre Tierra. De ella surgimos, en ella nos desarrollamos, nos relacionamos, nos nutrimos y colma nuestras necesidades y a su seno regresará nuestro organismo con la muerte. Es pues una organización viva que nos supera inimaginablemente y de la cual dependemos en todo lo que concierne a la vida; por ello puede considerársele como “diosa”. Nuestros ancestros así la denominaban y aún hay tradiciones que, bajo distintas denominaciones, así la contemplan.
Lorena Herrera Durán
     El considerarlo y sentirlo así se lo debo a las enseñanzas de una mujer medicina mexicana, Lorena Herrera Durán, de cuya interacción me  sentí inmerso en el significado de la “Rueda de Medicina” nativa.


     Al aplicar en la vieja Europa este simbolismo me encontré con su correspondencia y similitud con la Rueda Celta. A través de la cual estos ancestros europeos se relacionaban con lo espiritual y lo natural y, estando mucho más próximo a nuestras tradiciones, la tomo como referencia en este escrito. Pero no creo que sea algo puramente celta; cuando éstos llegaron a Europa procedentes de su origen común asiático ya estaban diversificados en grupos étnicos y lingüísticos progresivamente más diversos. Y se encontraron con poblaciones asentadas que habían realizado monumentos memorables en círculos megalíticos. Con sus luces y sombras se fundieron en el discurrir del tiempo y se produjo la asimilación. Las tradiciones druídicas aún nos resultan, hoy en día, motivo de especial atención y respeto. Me dí cuenta que los celtas, en líneas generales, no diferían grandemente en su modo de vida del nativo americano de los bosques y llanuras. Por ello se despertó mi interés por ellos. Y aquí tomo como referencia su círculo o rueda sagrada que representa a la Madre Tierra, la diosa, y en ella se sitúa las cuatro direcciones  con su simbolismo, así como las otras cuatro festividades que organizaban el discurrir del ciclo anual como un reflejo de algo mucho más trascendente, numinoso.
     Dado que muchas de sus celebraciones sobreviven en nosotros, las de origen europeo, reconvertidas y adaptadas para el cristianismo; me permito utilizar su nombre propio celta como referencia y simbolismo mítico y arquetípico y no como un deseo de restablecer el culto celta de antaño.

     Como adultos con estos intereses nos es fácil contactar con el espíritu de estas celebraciones y sus significados; tenemos muchas referencias bibliográficas y lugares donde acudir en busca de información, pero ¿qué ocurre con las generaciones recién llegadas? ¿cómo hacerles llegar este espíritu ancestral de un modo actual que les permita conectarse con el significado sensible y vivo de la diosa Madre Tierra?


     La espiritualidad debe ser algo sentido desde la libertad y en armonía con el acontecer natural y mítico; y como mítico todas las tradiciones tienen cabida sin ser unas más importantes que otras. En un mundo tan mecanicista e individualista ¿cómo creamos situaciones y experiencias espirituales armónicas con el discurrir del acontecer de la Madre Tierra?  ¿Y cómo estas experiencias pueden sembrar la certeza de que este mundo es sagrado y, en él, todas sus criaturas lo son sin excepción? Pretendo sugerir, en el ámbito familiar, el ir dando un giro en la Rueda Sagrada de la Vida y mostrar cómo se puede celebrar y sentir el fluir arquetípico y mítico en conexión con la Madre Tierra; y el sentido que tiene el discurrir de las estaciones y vida en nuestras existencias implicando a todas las generaciones de una familia. Con el convencimiento de  que puede extrapolarse todo esto a grupos más extensos e incluso a educadores  docentes.

     Sé que algunas cosas que estoy diciendo hiere susceptibilidades y a los defensores dogmáticos de modos de creencias religiosas actuales. Les digo que no pretendo ofenderles ni negarlos, pero considero que no se abren en considerar sus propias creencias como una plasmación actual de un mundo arquetípico que ha existido desde el surgimiento de la humanidad y que se mantendrá aun cuando estas religiones de ahora se hayan extinguido dando lugar a otras adecuadas a los dramas culturales y existenciales de situaciones futuras. La vida es un devenir incesante creando nuevas formas y estructuras en su incesante evolución. Pretender un punto final inmóvil es realmente una ingenuidad.

Se trata de entender y tener recursos para celebrar estas festividades de modo íntimamente unido a las raíces espirituales de las festividades aquí en Europa;  en el contexto multigeneracional.


     Nos moveremos a lo largo del año por la Sagrada Rueda de la Vida celebrando la íntima relación entre la Madre Tierra y el Padre Sol, parándonos en las celebraciones de ocho festividades sagradas que denominaré por su nombre celta: Yule (solsticio de invierno en el Hemisferio Norte), Imbolc  (1º de Febrero), Ostara (Equinoccio de Primavera en H. Norte), Beltane (1º de Mayo), Litha (Solsticio de verano en H. Norte) Lughnasad (1º de Agosto), Mabon (Equinoccio de Otoño en H. Norte) y Samhain (1º de Noviembre). Momento en que concluye la vuelta de la Sagrada Rueda empezando un nuevo ciclo.

Celebración Yamomani
     Antiguamente y aún hoy día, en ciertos colectivos humanos fieles a sus ancestrales tradiciones, sus miembros se reúnen en el recinto o área sagrada de la tribu o aldea y todos, niños y adultos, en torno al fuego, que en ese momento deviene sagrado, se disponen para realizar vigilia y asistir a la festividad celebrándola con cantos, danzas, relatos ancestrales; todo aquello que les da el vigor espiritual dando gracias a la Madre Tierra y al Padre Cielo por el maravilloso don de la vida. Cantan y bailan con los instrumentos naturales (flautas, maracas, tambores, campanas o golpeando palos, piedra y huesos) durante toda la noche o todo el día hasta completar la festividad, sabiendo que en esos instantes se produce un cambio en la relación de l Tierra con el Sol que necesariamente afectará a todas sus criaturas. Reviviendo y compartiendo su misterio, obteniendo una fusión con las fuerzas cósmicas y telúricas y con ellas adquirir armonía, sanación, vivencias, visiones e inspiración.
     Estas celebraciones se han producido en todos los colectivos humanos desde la remota prehistoria, muchas de ellas se han perdido en el olvido, pero otras han sobrevivido y nos permiten conocerlas y vivirlas adecuándolas a nuestra forma de vivir y posibilidades; dado que todas ellas están íntimamente ligadas a culturas y no deben copiarse, pues contribuiríamos a su destrucción y esto sería traicionarles mortalmente; pero sí podemos inspirarnos en ellas y crear nuestros propios modos a partir de sus ejemplos. De este modo nos hermanamos y no les robamos su sabia tradición.
     Es lamentable constatar que en nuestra cultura occidental se potencia la separación de los jóvenes, adultos y ancianos;  enfatizándose  los conflictos entre  generaciones. Ya no hay historias y canciones con las que los ancianos transmitan a los jóvenes cuál es el íntimo contacto tradicional de preparar los campos, de plantar y cosechar; y de cómo preparar uno mismo los objetos tradicionales con los cuales honrar a la Madre Tierra. En las ciudades todo nos viene manufacturado y preparado para el consumo. Son objetos que, por no tener espíritu, los  exigimos sofisticados y quizá ostentosos para halagar nuestro ego y suscitar envidias. O acudimos a nuestros templos en ritos en los que los clérigos hablan y recitan ante la pasiva receptividad de los creyentes, cantando o participando de un modo formal y rígido; en el cual los niños que acuden se aburren y distraen a sus familiares de la atención hacia el culto. Se acude al momento del culto, pero no se oficia activamente la comunión espiritual, aún en el supuesto de que el clérigo logre la comunión espiritual y no, simplemente, oficie ese culto como una actividad de trabajo.

     El sentir espiritual es lúdico y serio, es alegre y trascendente, es una vinculación con la sacralidad de la Madre Tierra y con el Cosmos; y participar de lo que de Ella y Él hay en nosotros por ser sus criaturas habiendo emanado de su propia sustancia y conciencia.
    ¿Cómo lograr nuevamente esta realización trascendente, este contacto con el íntimo e innato sentido de lo místico?
    La respuesta es obvia. Regresemos a lo sencillo y natural, como en las culturas que sobreviven con sus tradiciones ancestrales. Vivamos en nuestro aquí y ahora este reencontrar nuestras raíces, nuestras inicios; consideremos con una nueva óptica lo que practicaban nuestros antepasados. Imaginemos y manifestemos nuevas ediciones de tradiciones en las que se cante, baile y celebre lo sagrado que hay en nosotros y en todo lo que nos rodea en el seno de la Madre Tierra. Y así, aunque celebremos año tras año el ciclo de nacimiento-vida-muerte- renacimiento, si lo hacemos desde la conciencia, nunca será lo mismo. No habrá festejos idénticos a medida que los adultos obtengan inspiración y los niños crezcan y los vean con diferentes comprensiones.
     Si hacemos todo esto volveremos a convertir en algo luminoso y pleno de sentido existencial a todo el ciclo anual, con el contacto mítico arquetípico, y con ello cambiaremos desde lo esencial el futuro de nuestro mundo.

Marija Gimbutas
Riane Eisler
 
    Aquí, en la cuna de Occidente, en Europa, el Mediterráneo y parte de Asia desde el Caucaso, Mesopotámia hasta el río Indo; tenemos la constancia de que ancestralmente existían comunidades basadas en los valores de la Diosa Madre, tales como comunidad, cariño, creatividad, igualdad, sin jerarquías de poder y pacifistas. Marija Gimbutas, Riane Eisler y James Mellaart, entre otros han ido descubriendo la existencia de estas sociedades basadas en valores de la “Diosa”, en el calcolítico europeo y en yacimientos como en Çatal Huyük en Anatólia o la Civilización del Indo, esta última más próxima en el tiempo.
James Mellaart
Reconstrucción del santuario

Santuario de Çatal Hüyuk

     Actualmente los valores de nuestra civilización, unos valores imperialistas y hegemónicos, hacen palidecer los antiguos imperios. ¿Qué son el imperio Sumerio o Acadio, o el de Alejandro, o de Roma; o los más recientes de España o del inglés si los comparamos con el actual que impone una única visión de globalización basado en la tiranía de los mercados financieros a los que todo el mundo debe doblegarse y humillarse? Valores de tener y poseer, de destacar y tratar de no perder la posibilidad de consumir; y con ello la competencia entre gentes; la suspicacia, las envidias, las obsesiones, desesperaciones, el individualismo, la desconfianza y el temor de unos a otros; en vez de la confianza, la franqueza, la solidaridad y el compartir. El mundo actual nos separa y disgrega, nos confina en unidades aisladas con el único afán de mantenerse en un estatus al menos, o tratar de medrar sin considerar que la ambición y los logros que se obtienen traen como consecuencia la marginación y la miseria de muchos así como la destrucción de nuestro planeta vivo, considerándolo como un objeto de explotación y especulación y no como algo sagrado. ¿Qué diría Riane Eisler al respecto?

    Si no encontramos nuestro espíritu no podremos sintonizar con el espíritu de la Tierra y del Sol y como en su interacción se crea el tiempo. No un tiempo de calendario y reloj; sino un tiempo experiencial, de fenómenos naturales y corazón. Un tiempo en que se da el instante trascendente. Y este instante lo abrazas o lo pierdes hasta una siguiente oportunidad que sólo se producirá un año después, en el supuesto que la vida te siga acompañando. Y este instante único de comunión con la Madre Tierra y el Sol también supone una fusión de corazones con nuestros próximos y familiares unidos para compartir el acontecimiento de la celebración. Y luego dejarlo ir con desapego.
     Celebrar el ciclo completo de un año con sus ocho puntas en estrella es asistir vivencialmente a la posibilidad de adentrarse en los secretos de la sabiduría que entraña nuestra existencia en este mundo y dar con su “para qué” o sentido de la vida. Éste surge de la relación armónica de nuestro ser con las fuerzas que nos rodean y con la fraterna comprensión y apoyo de nuestros semejantes.

    Celebrar un ciclo anual, un giro de la  Sagrada Rueda de la Vida, es recrear y reproducir el sentimiento de que la Tierra es sagrada, que en el terreno vivencial y mítico se convierte en la Gran Diosa que nos acoge, cobija, nutre y nos da conocimiento.  Nos forja y conduce como hijos suyos confiriéndonos responsabilidad, presencia y vitalidad; iluminación, creatividad y autenticidad; fraternidad, amor y sanación; y sabiduría, enseñanza y desapego. Con cada año, con cada ciclo, podemos acrecentar nuestro patrimonio de estos valores que siempre nos apoyan en el exteriorizar nuestra realidad existencial y el poder compartirla y brindarla como servicio a los demás.
  
    De este modo todo cuanto alberga la Madre Tierra se convierte en inspirador y significativo; de cada detalle de la vida natural y de los accidentes del paisaje podemos obtener una guía, o un aprendizaje íntimo y personal. Podemos notar como nuestro corazón se abre, se hace grande, adquiere fortaleza y contempla la vida y las relaciones con claridad. Nos comprometemos en amar la Tierra, en cuidarla, en sanar sus heridas y contribuir a que sea fértil y abundante para todas sus criaturas, todos hijos e hijas suyas que son, con pleno derecho a vivir y prosperar en su seno.


Ernesto Cabeza Salamó

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